El trueno cae y se queda entre las hojas

jueves, 21 de octubre de 2010

A propósito del Planeta

Carmen Amoraga ha sido finalista del Premio Planeta. Me alegro muchísimo de que una paisana mía alcance las mieles del éxito y le permita ser conocida e incluso visitar esas listas de libros más vendidos que parecen fotocopiadas para todos los periódicos. Y más cuando la paisana es amiga y compartimos asociación literaria o vigilias de lectura de otros amigos comunes, además de haber tenido la fortuna de entregarle el premio de la crítica literaria valenciana cuando yo era secretario en 2004 por La larga noche, un argumento atractivo sobre la industria del cine pornográfico barcelonés alrededor del rey Alfonso XIII.
Su dotación económica altísima es una espoleta importante y nos encanta que los escritores, y algunos de calidad sobre todo, ganen unos cuantos miles de euros con muchos ceros detrás de la primera cifra. Ojalá muchos lo consiguieran como en otras profesiones menos arduas pero más populares.
Siempre se ha comentado que la obra finalista del Planeta es la buena, mientras que la ganadora es la comercial, la destinada al público mayoritario. Lo fue en el caso de los otros dos finalistas valencianos de este siglo XXI, Susana Fortes y Ferran Torrent. Sus obras superaron en calidad a las de los vencedores Antonio Skármeta y Lucía Etxebarría. Espero que mi amiga Carmen también lo haya conseguido, aunque con Mendoza es complicado.
De esa forma, el premio se concebía desde su origen bajo el principio de la aglutinación de la comercialidad y de la calidad literaria. Era, por tanto, un premio para todos, gran público y minorías. Una buena conjunción astral sobre la que recaían rumores sobre ganadores sin acabar su obra, bajadas de pantalones de escritores de culto, plagios o presiones de grupos mediáticos, algunos a caballo, los cuales alimentan su aureola mítica misteriosa y no hacen más que reforzar su popularidad y su notoriedad.
Es un premio que engulle hasta sus sombras de manera inteligente con elegancia. Todos los años padecemos el morbo de la ratificación del premiado que por la mañana del día del fallo ha aparecido en la prensa. Sabemos qué obra va a ganar pero ¿y si.....? Luego nos dicen lo que queremos escuchar y hasta nos gusta. ¡Fíjate, si hasta yo lo sabía!, piensa el lector de la prensa matinal.
Pero en el fondo me deprime la historia del Premio Planeta. Ver a políticos haciéndose huecos a toda cosa para salir en las fotografías con los ganadores (de todo signo: aún recuerdo a Eduardo Zaplana por delante de Susana Fortes en la fotografía de El País), a una ministra vestida para la pasarela hollywoodiense, cuya rojez se limitaba a un vestido poco acorde a su condición de pertenencia a una izquierda que ahora nos pide sacrificios laborales, a gente intentando posar junto a los autores premiados para enseñar la imagen al vecino envidioso, el empresario que asistiendo a la cena puede presumir de su cultura, y a unos medios de comunicación entregados a la misma parafernalia repetitiva de todos los años. ¿Será esto la literatura?
Negocio. Muy lícito negocio y también tiene su literatura, e incluso entra en su historia. Pero negocio. Y los políticos (siempre hay excepciones) se suelen ausentar de las buenas conferencias literarias. Les gusta más la foto que el libro ganador, y por supuesto la popularidad futura de la obra. Eso demuestra aún más que es un negocio.
Me alegro mucho de la existencia de estos premios tan estimulantes y gratificantes para los autores. Lo merecen. Merecen el reconocimiento negado por una sociedad (de)pendiente de la farándula televisiva. Pero es triste que premios importantes como el nacional o el de la crítica no tengan más repercusión que la de un minuto en el telediario de TVE y media página de prensa, si es que la consiguen. He asistido a ceremonias de entrega de ambos premios y nada que ver con la farándula planetaria cuando teóricamente son galardones a las mejores obras publicadas durante todo un año, y dos candidatas entre tres mil novelas son las del Planeta.
Triste pero cierto. Al fin y al cabo, estamos en la era del vacío como la bautizó Lipovetsky.

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