El trueno cae y se queda entre las hojas

martes, 2 de noviembre de 2010

Dios es redondo.

            Después de releer algunos pasajes de Dios es redondo de Juan Villoro, uno descubre la fortaleza estética y cultural del fútbol. Si las piedras sugieren metáforas, el movimiento alrededor de un balón también puede generar belleza. Es admirable encontrar a personas que son una enciclopedia futbolística, pero también análisis imperecederos, como el de Villoro, de singularidades del deporte más internacionalizado y de uno de los grandes negocios, quizá el mejor montado, en la historia de la humanidad.
            En otras épocas, nuestra querida España mantenía un abismo entre el fútbol y la cultura. Si eras aficionado, quedabas estigmatizado por las mentes privilegiadas. Al fin y al cabo, el fútbol es un opio como otros tantos. El sabor de las masas era enemigo de la pléyade intelectual. Sin embargo, con el paso de los años hemos asistido a su revelación como instrumento de cultura. El intelectual que asistía a un espectáculo como si lo hiciera a una manifestación ilegal, ya no se esconde. Incluso algunos que lo censuraban, ahora se apuntan a su grandeza con sus panegíricos absurdos. Afortunadamente, la asistencia a un partido de fútbol parece que ya no es sinónimo de incultura. Aunque muchas veces lo parezca.
            Sin embargo, hemos de tener cuidado. El fútbol es un espectáculo. En cuanto le despojamos del aliento plástico sensitivo, de su memoria histórico-social, de las incertidumbres y de las emociones, se queda en un elemento pasivo y raquítico; una fiebre ponzoñosa de la que uno difícilmente puede salir indemne. Es una estructura sin estructura racional.
            Nada más hay que asistir a las noticias futbolísticas de cualquier telediario. La protagonista no es la imagen de un partido: son las declaraciones de un entrenador mediático, el anuncio publicitario de calzoncillos protagonizado por unos jugadores ricachones, o una jugada con sangre y un portero con la cabeza abierta. Los errores ridículos de los futbolistas también son atractivos. La gloria ya no está conformada por los grandes goles o jugadas: la consiguen las declaraciones de unos hipermillonarios y sus réplicas polémicas o sus malas rachas de tres partidos sin marcar un gol.
            Uno ha tenido durante un tiempo la suerte de vivir en primera persona el fútbol por dentro colaborando con un equipo modesto. La conclusión es atroz: es un nido de mediocridad. Una minoría no ilustrada gobernando la masacracia. Una democracia imposible por la irracionalidad de las masas y la máscara clasicista de sus dirigentes con tal de comer al lado del presidente del Real Madrid. Demasiado glamour como para reivindicar pensamiento. Toda una red montada para los negocietes varios, muchos con la connivencia del poder político (incluso diría que empujados por él), clichés absurdos, estrategias de distracción, números cuyo descuadre paga la ciudadanía, y perpetuación de un sistema comunicativo basado en la decapitación del pensamiento, de las ideas propias, y el adoctrinamiento progresivo, por no decir el exterminio de la disidencia y de cualquier modelo que no sea el establecido. No resulta complicada la manipulación permanente, de ahí que se explique que una afición esté alabando a un Don Manuel durante un tiempo, y de repente lo excomulgue y lo envíe a la hoguera. Las masas reaccionan con furia cuando connotan el engaño perpetuado. Si llegaran a denotarlo, no irían al fútbol. Al fin y al cabo es un espectáculo donde sólo existe el presente inmediato, ni siquiera el histórico o el futurible.
            Cuando una mente pensante se dedica a cualquier actividad derivada del fútbol, acaba mareado y perdiendo capacidad reflexiva. Se obtura el pensamiento. Pensar en un “fútbol ilustrado” es un dislate. ¿Qué porcentaje de dirigentes han sido capaces de leer a Juan Villoro? ¿Cuántos periodistas lo han leído? ¿Cuántos aficionados dedican algo de su tiempo libre a la lectura de algún relato futbolístico entre los muchos que hay? La literatura futbolística se dirige a una minoría y eso no lo hemos tenido en cuenta. Si los aficionados al fútbol se empeñaran, lograrían elevar a la categoría de best-seller cualquier obra publicada. Ya quisieran muchos autores vender cien mil libros en un año. Y cinco mil, la mitad de los abonados del Levante Unión Deportiva en primera división.
            Mientras tanto, el poder futbolístico sigue rígido. Es parte del sistema político. Por ello, es la más precisa metáfora representativa de nuestra sociedad, donde unos pocos tejen sus componendas al margen de las masas, que se limitan a aplaudir sus decisiones y a asistir al espectáculo como "mirones", excepto cuando la realidad descubre que no era oro todo lo que relucía. Debe ser complicado llenar de contenidos un programa de radio de hora y media diaria. Sería más fácil cubrir ese tiempo con noticias culturales. Pero no hay nada más efectivo para la domesticación que convertir lo intrascendente en trascendente. Lo que debía ser un espectáculo simple, se programa como modus vivendi para muchos y listo el cóctel popular. A mí cuando me preguntan para qué sirve la poesía, respondo con una contrapregunta: ¿para qué sirve tanta información deportiva?
            Uno se queda con la plasticidad de las imágenes, el espectáculo casi teatral de los deportistas intentando imposibles, el juego vistoso o la grandilocuencia del gol como objeto religioso, mientras el vociferio periodístico distrae a las masas con sus polémicas absurdas (¿a mí qué me importa lo que piense o deje de pensar el señor Tomás Roncero? Ni que fuera el ministro que nos ha de jubilar a los sesenta y siete años), los dirigentes futbolísticos simulan sentimientos de aficionados cuando sus intereses son claramente distintos a la filantropía del deporte, la política se nutre de un sustitutivo de la hoguera inquisitorial, y la masacracia pone y quita líderes siguiendo un impuesto canon flexible.
            Releo a Juan Villoro para recordar los grandes momentos del balompié y para compartir el polimorfismo social de este deporte. Para vivir historias bellas o terribles. Para huir de los dirigentes y de la masacracia. Por eso, sigo yendo al fútbol a disfrutar de un buen rato con mi familia y mis amigos. En el momento en que esto deje de ser así, la única solución es obviar este espectáculo reconvertido en circo mediático superfluo.
            Que el fútbol sea para divertirse, no para vivir. A lo sumo catarsis. Sólo así se entenderá la vida. Por ello, reivindico su carácter de espectáculo dominical, una distracción como otra cualquiera, así como sus posibilidades artísticas, cosa que ya captó muy bien la generación de las vanguardias en los años veinte del siglo pasado.
            El subtítulo de la obra de Juan Villoro que lo diga otro.

2 comentarios:

  1. El libro de Juan Villoro siempre estará de actualidad. Dios seguirá siendo redondo, pero tu análisis añade perspectivas muy valiosas. Curiosamente el fútbol sólo suscita visiones globales, como una gran metáfora. Cuando desciende a la anécdota su potencia se difumina en los olvidos del partidismo. Cristiano y Messi son dioses para sus correligionarios, pero un exotismo para sus rivales, y así podría elaborarse una gran casuística que caduca después de cada partido. Deberías seguir tirando del hilo de ese dios redondo...

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  2. Creo que mi próximo ensayo irá sobre este tema. Merece un amplio desarrollo.

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