El trueno cae y se queda entre las hojas

lunes, 7 de mayo de 2012

Ucronías


En el siglo II antes de Cristo, los griegos inventaron el libro electrónico. Se desconoce su inventor con exactitud, pero en su difusión comercial parece que intervino un tal Zeus. Se había empecinado en que sus súbditos dejaran de estropear las piedras marcando letras con el cincel. Ese artefacto prodigioso permitió fijar por escrito todo el conocimiento universal y transmitirlo de una generación a otra. La piedra fue desapareciendo poco a poco y se extinguió como soporte de escritura.

El libro electrónico tuvo algunos enemigos. De hecho, un tal Prometeo inventó un virus  informático terrorífico que afectaba a sus sistemas de interconexión hasta hacer desaparecer los contenidos de los aparatos. Pero Zeus no se inmutó y creó un antivirus llamado Pandora para combatir sus planes subversivos, salvando la cultura escrita de la humanidad.

Pasaron los siglos. El libro electrónico se convirtió en el soporte de lectura universal. Gutemberg inventó el formato e-pub, que acabó desplazando al ancestral archivo en PDF, hasta entonces el más entendido, y el libro se pudo comercializar. Una obra en este formato costaba 2 gramos de oro o 1 kilo de especias, aunque también podía obtenerse por tres cahíces de sal. Incluso la Inquisición perdió su batalla por el control del pensamiento escrito: su soporte predilecto, la hoguera de la pantalla orwelliana del Gran Hermano, no resistió a la extensión universal de la educación por medio de los libros electrónicos.

Pero desde finales del siglo XX, las grandes casas de libros electrónicos comercializaron un nuevo producto: el libro en papel. Un tal Bill Gates descubrió que la pasta de las cortezas de los árboles permitía escribir con tinta, otro invento del imperio chino. La lectura tuvo un nuevo soporte que fue extendiéndose porque resultaba más cómodo para leer y trabajar en aquella vieja y extinta “sociedad del bienestar”.

Desde ese momento, el libro impreso en papel tuvo una comercialización mayor y en 2011 sus lectores llegaron a la cifra del 6,8 por ciento. En 2040 alcanzó un porcentaje del 80 por ciento.

¿Pero ha muerto el libro electrónico? Queda un 20 por ciento de insumisos retrógrados que se mantienen enganchados a este formato. ¿Pero sobrevivirán? Pronto lo sabremos.

Más Esteban Bedoya


LA COLECCIÓN DE OREJAS DE ESTEBAN BEDOYA

Cuando alguien ha leído El Apocalipsis según Benedicto, no puede dejar de sentir interés por su autor, Esteban Bedoya, y sus posteriores publicaciones. Aquella obra, genuinamente esperpéntica y original, nos reproducía un mundo en los infiernos de la realidad para construir un compendio de lo conocemos como crisis del catolicismo, que no es más que una transformación más de las mentalidades en nuestra sociedad. Pero no se detenía solamente en esta cuestión: avanzaba la propia crisis moral del neocapitalismo posindustrial en que ahora tratamos de sobrevivir. Ello sin eludir el examen sociológico del Paraguay, como en el cuento “Villa Elisa”, un análisis crítico sobre la corrupción, el arribismo y el amiguismo como sustrato temático de una trama fantástica, en la que se suceden acontecimientos sobrenaturales en la casa del título. Heredero de autores capitales del siglo XX, como Borges o Cortázar, y del humor de raíces cervantinas, sabe convertir la realidad en una trama fantasiosa, provista de causalidad y dotada de una verosimilitud literaria cuadrada.
La publicación de su nueva novela (por cierto, en Australia, dato curioso aunque no increíble por ser su residencia actual) es una grata noticia. Su título es atractivo: La colección de orejas; mención que evoca aquella historia de Ascasubi cuando puso a Isidora la Mazorquera a admirar la colección de orejas de unitarios que poseía Manuelita, o la de Dos falsas novelas de Ramón Gómez de la Serna, y su relación con el fetichismo macabro. Aquí, la colección de orejas buscada es un leitmotiv del que salta la historia principal. Como en otras narraciones, Esteban Bedoya parte de una misteriosa anécdota, el encuentro de un periodista suizo, Leandro Manfrini, con un misterioso hombre de negro que lleva un colgante con una oreja, para desentrañar una historia enmarañada en el trasfondo político stronista. Sin embargo, es el misterio del indio blanco el que ocupa el centro vehicular de la narración, lo cual la dota de unos cimientos férreos y bien armados.
El cervantinismo de la historia, texto dentro de texto (en palabras de Eric Courthès, “la novela es una red de textos imbricados”), metaliterariedad del narrador al conocer a Manfrini, está sustentado por un argumento repleto de tramas no tan dispersas como aparentemente podría apreciarse en una lectura superficial. La historia del indio blanco salta a la relación con la mujer negra que protege a uno de los protagonistas de la represión del régimen dictatorial, y a partir de ahí a otros sucesos unidos alrededor de la unión matrimonial planteada entre la hija de la familia Palavecino, Antonia, y Fernando, hijo único de doña Serapia, matrona de la familia. La historia se alambica hasta el punto de rayar en un bizantinismo moderado, bien resuelto en función de la relación entre los personajes y cierto nihilismo alejado del escepticismo.
Este indio albino legendario nos recuerda la forja de nuestras mentalidades en la mitología. Su entrada en la vida corriente no perturba: más bien, revela las carencias de la buena familia. Porque en el fondo Esteban Bedoya nos remite al fracaso como destino humano; sobre todo al fracaso moral convertido en motor de los actos. El hecho de que el matrimonio no pueda consumirse por la homosexualidad de Fernando y de que Antonia sea una mujer de carácter acaparador que ordena más que organiza, es una representación de la frustración de la pequeña sociedad y de la familia entendida como vehículo de bondad y unión.
Bedoya firma una denuncia explícita de la violencia mostrándonos ambientes desagradables sin ningún pudor, pero con plena justificación. Así, vemos cuadrillas paramilitares que se dedican a cortar orejas de los indígenas mbyá y guardarlas como trofeos de conquista. Sin embargo, la enigmática presencia del doctor Mengele, el famoso médico nazi, abre un interrogante acerca de la naturalidad o artificialidad del indio albino: ¿mito o realidad? Es esta presencia de elementos anormales, o al menos diferentes a nuestros cánones vitales, la mejor fortaleza de la novela. Quizá hubiera estado más conseguida la explicación del mito del indio albino del primer capítulo si no hubiera sido explicativo y se hubiera forzado más el discurso con ficción pura.
Hay momentos en que se recurre a la saga, como la historia de los Palavecino. Pero se rompe con la trasgresión sexual del desnudo de Cristino. El artista sometido por la joven Antonia descubre un mundo de depravación que aleja el pensamiento familiar de cualquier tradición heredada, hasta hacer chocar la moral y las costumbres. Esteban Bedoya no sujeta sus personajes a cánones establecidos: los libera del yugo de la influencia social y familiar para individualizarlos según su propio carácter. Les permite escapar de la protección paternalista de un narrador omnisciente castrante. El indio albino, nacido en la selva, entra en el mundo asunceno cuando es contratado de criado de una familia patricia, los Pavón-Grisini, que van labrando su riqueza por medio de su posición dentro del partido colorado en el poder, hasta el punto de ser una de las familias defensoras del régimen dictatorial.
Otro aspecto positivo de la obra es que el indio albino no se ajuste al modelo del buen salvaje, nacido fuera de la “civilización” y educado por las elites dominantes, aunque en realidad el autor huye de los conceptos tradicionales de la aculturización indígena con acierto narrativo. De hecho, los abusos sexuales que sufre por parte de los miembros de la familia Pavón-Grisini desmitifican esta idea: la depravación contrasta con las buenas costumbres exhibidas de cara al exterior. A pesar de que Cristino violó a Antonia de niña y de que fue maltratado por Mengele, no hay maniqueísmo ni sentimentalismo en el tratamiento del personaje, así como tampoco sobrevuela un mensaje moral con respecto a su comportamiento. En realidad, su universo está rodeado de inmoralidad. El indio acaba siendo protagonista televisivo y de ahí es “reinsertado” en la selva para “recuperar sus derechos” gracias a la fundación de la familia, clara ironía sobre la moral imperante.
Sin embargo, nos atrae más en la novela la imbricación de las pequeñas historias de cada personaje con el argumento global. Diríamos que el indio Cristino es un conductor, pero en realidad el resto de personajes son igual de interesantes. Los episodios humorísticos de su retorno al contacto con otros indígenas, como por ejemplo las “galletas coquito” con los acampados en la plaza Uruguaya o el exterminio de las aves del gallinero, sumados a los de su vuelta con los mbyá y su borrachera del reencuentro,  se alternan con la crítica irónica a las intrínsecas relaciones con el poder. La conversación entre Garcilazo y el senador, con las palabras escritas en Suiza por el periodista Manfrini, revelan todo un mundo subterráneo donde la política común se sustituye por los intereses personales. Personajes como Cañete están perfectamente trazados; gozan de autonomía pero sin escapar del discurso. Sin embargo, muchos de ellos son engullidos por las situaciones de la novela, sobre todo cuando son violentas. La enigmática llegada a casa de los Pavón del oficial Estigarribia para cerrar el caso de su marido demuestra el grado de nepotismo de los privilegiados existente en la sociedad paraguaya y la impunidad con la que actúan.
El final, entre la añoranza del olvido de mitos como el Pora o el Luisón aprovechando la desaparición de Cristino de la memoria colectiva, redondea una novela a tener en cuenta; una novela donde se hace patente la idea del humor como estrategia de denuncia de la realidad. La anécdota policíaca del comienzo y la búsqueda del coleccionista de orejas acaba siendo solapada por los personajes variopintos de la novela. Violaciones, situaciones macabras, pero también cómicas, muestran la degeneración del individuo. En el desenlace el periodista Manfrini y Antonia siguen su camino a pesar de amarse en sueños, y el narrador hace balance de la procedencia de las historias compiladas.
La escritura de Bedoya no posee límites. La novela podría ser acusada de disparatada o de contener secuencias inverosímiles incluso. Nada más lejos de la realidad, puesto que es en ello donde reside su estilo propio y la potencia de su discurso. Con esta novela destaca el olvido de una cultura indígena, pero sobre todo la dislocación de unas mentalidades oblicuas por su disfunción entre pensamiento y acción, sobre todo en relación con la tradición moral y la actuación personal en el universo político de los intereses personales. La colección de orejas posiblemente no sea tan tenida en cuenta en el futuro como la rupturista y llena de imposturas El Apocalipsis según Benedicto, pero sí la tendrán en cuenta el lector y la crítica como una novela inolvidable.

José Vicente Peiró Barco
jvpeiro@ono.com